VERDADES Y MENTIRAS: LA NARRACIÓN DE LOS HECHOS
*El 2 de octubre de 1968, una señora fue advertida por el Ejército de que sería peligroso que continuara vendiendo en su negocio y la mujer se negó rotundamente a cerrarlo
Corresponsalías Nacionales/Grupo Sol Corporativo
(Tercera de siete partes)
Ciudad de México.— Otra de las mentiras más absurdas que se publicaron en México, fue la sostenida por el líder comunista Valentín Campa, cuya hija, conocida como “La Chata” Campa, fue esposa del líder estudiantil Luis Raúl Álvarez Garín, a quien apoyó incondicionalmente durante los graves problemas que tuvo con las autoridades durante los dramas de 1968. Fue la talentosa joven quien llevó al domicilio de Elena Poniatowska, “testigos presenciales” recomendados por Luis Raúl, para que le narraran lo que habían “visto” el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, Tlatelolco, ciudad de México.
Cabe mencionar que el pago a su colaboración fue que el dirigente le abandonara por otra mujer, tal como traicionó a sus amigos al contratar mercenarios y guerrilleros para que defendieran a sangre y fuego al Consejo Nacional de Huelga, muchos de cuyos integrantes no querían involucrarse con la guerrilla en nuestro país.
Algunos guerrilleros y mercenarios reconocieron “haber disparado aquel día contra la policía y el ejército, a nivel de la explanada de las banderas, pero que no se dieron cuenta si en el tiroteo fallecieron muchas personas” (¿?).
En sus Memorias el líder comunista Valentín Campa reconoció que el movimiento estudiantil no comenzó con un “simple pleito entre escuelas”, como minimizaba el asunto Octavio Paz. Y tenía razón el viejo ferrocarrilero.
Explicó que en 1966 “el movimiento estudiantil entró en ascenso, en ese año hubo dos acontecimientos muy importantes: por un lado, la huelga en la Universidad Nicolaíta de Morelia, por la cual el gobierno hizo caer al rector Eli de Gortari, quien, cuando se le abrió proceso por su participación en el movimiento de 1968, fue acusado, en calidad de delito, de haber sido rector de esa universidad. Por otra parte, en el mismo 1966, hubo un fuerte movimiento en la UNAM, que exigió reformas académicas y la destitución del rector Chávez. Ambas cosas se lograron”.
A fines de 1967, la Juventud Comunista de México—de la cual eran líderes principales Gilberto Guevara Niebla y Luis Raúl Álvarez Garín, desde el año 1960–, y otros estudiantes de izquierda organizaron “La Marcha de la Libertad”, que haría el recorrido de Dolores Hidalgo, Guanajuato, a Morelia, Michoacán. El objetivo era luchar por las demandas de los estudiantes, incluyendo los de las normales rurales, y por la libertad de prisioneros como Efrén Capiz y Rafael Aguilar Talamantes, presos en la penitenciaría de Morelia.
Como clara advertencia de lo que vendría, se dijo que “se culparía a las fuerzas armadas de cualquier problema en el trayecto” y que los estudiantes estaban “preparados para responder en cualquier terreno”.
El Secretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez, expidió una negación de libertad preparatoria a Valentín Campa, con fecha 9 de febrero de 1968, “pretextando que el encarcelamiento no había logrado modificar la personalidad de Campa, en cuanto a lo que se refería la ideología política que sostenía”.
La famosa pelea del 23 de Julio de 1968, en las cercanías de La Ciudadela y de la Secretaría de Gobernación, entre supuestos estudiantes, “fue provocada con objeto de tomarla como pretexto para hacer intervenir a la policía—escribió Valentín Campa–, según podía deducirse de la información aparecida en los periódicos. La misma Secretaría de Educación Pública declaró oficialmente que los atacantes llegaron en autobuses de la línea San Ángel Inn y que no eran alumnos, aunque llevaban uniformes color beige como los que se usan en secundaria”.
Esa agresión provocó la protesta estudiantil que se manifestó a través de paros en diversas escuelas, sobre todo vocacionales y preparatorias, cuyos alumnos ya se habían enfrentado mucho antes, como por ejemplo el último día de febrero de 1968, en Tacubaya, donde hubo heridos de bala y con arma blanca, así como golpeados con bates de béisbol.
El periódico Excélsior del sábado 27 de julio de 1968, afirmó que estudiantes y revoltosos provocaron los disturbios. “Una manifestación organizada por los estudiantes del IPN como protesta por la intervención de los granaderos contra alumnos de las vocacionales 2 y 3, coincidió con la efectuada por los integrantes de las Juventudes del Partido Comunista Mexicano que celebraban de esta manera el aniversario del asalto al cuartel Moncada, en Cuba, por Fidel Castro. La primera había sido autorizada y la segunda no, (Nota del Staff: Las dos fueron autorizadas a sabiendas de que habría provocaciones), por autoridades del Departamento del Distrito Federal, cuyo titular, Alfonso Corona del Rosal, era aspirante a la Presidencia de la República.
Como es sabido, redactó Valentín Campa, “un punto culminante de estas acciones fue la gran matanza del 2 de octubre de 1968, en Tlatelolco, ciudad de México, ordenada directamente por el chacal Gustavo Díaz Ordaz. Fueron cientos los muertos”.
Y he aquí la gran mentira, expresada por Campa en un alarde de cinismo increíble:
“Todavía en 1974, al reacondicionar el que fuera edificio de la gloriosa vocacional número 7 del Politécnico, en Tlatelolco, para edificar ahí una dependencia del Seguro Social, se encontraron en el subterráneo CIENTOS DE ESQUELETOS de los asesinados el 2 de octubre”. El miedo a los cadáveres, por parte de los gobernantes, “originó medidas brutales, para secuestrarlos y hacerlos desaparecer, combinadas con amenazas y soborno a familiares de algunos de los muertos para que los enterraran en la forma más silenciosa posible”.
Cada lector debe sacar sus propias conclusiones de esa fantasiosa pero subversiva aseveración de Campa.
Primero, las autoridades se retiraron de Tlatelolco el día 9 de octubre de 1968. Pero la inmensa mayoría de los asustados vecinos jamás abandonó su hogar en la Plaza de las Tres Culturas, por miedo a los inevitables saqueos que nuestro pueblo acostumbra en casos de tragedias como la ocurrida.
El 2 de octubre de 1968, una señora fue advertida por el Ejército de que sería peligroso que continuara vendiendo en su negocio y la mujer se negó rotundamente a cerrarlo, porque “cuando hay mitin—dijo—es cuando más cosas vendo”. Por la noche, su cuerpo acribillado y sin vida, fue trasladado como otra veintena, al anfiteatro de la Tercera Delegación.
El esposo de la antropóloga, Margarita Nolasco Armas, al buscar al hijo de ambos, Carlitos, (como ya hemos relatado), en la madrugada del día 3, en la Tercera Delegación, sólo vio veinte cuerpos ensangrentados. ¿Dónde habrían sido colocados los “cerca de cuatrocientos” que contó desde una ventana la señora Nolasco?…y todo ello sin que miles de vecinos se dieran cuenta de que eran trasladados a alguna parte cerca de cuatrocientos cadáveres. Nunca nadie más apoyó la descabellada versión de la profesionista.
Lo importante para desmentir el perverso relato de Valentín Campa, es que cientos y cientos de inquilinos del edificio Chihuahua y otros inmuebles, no dejaron sus hogares y se habrían dado cuenta del ocultamiento ya no digamos de algunos cadáveres, sino de “cientos” como afirmó el comunista mentiroso.
Sepultar un solo muerto, a escondidas de miles de vecinos, es casi imposible. Enterrar cientos de “víctimas” habría requerido de varias excavadoras mecánicas, pequeñas pero poderosas, para que cupieran en los supuestos sótanos de la vocacional 7. El olor de tantos cadáveres descompuestos habría invadido no sólo amplia zona de Tlatelolco, sino los alrededores en Peralvillo, San Simón, Atlampa, Vallejo, etcétera.
En el remoto caso de que se hubiera podido eludir la vigilancia diurna y nocturna de los vecinos, para sepultar los “cientos” de personas acribilladas a balazos ¿Iban a ser tan tontos los “asesinos” como para dejarles credenciales y ropa identificables? Claro que no.
Entonces, seis años después, en 1974, ¿Cómo hicieron los parientes de los desaparecidos, para identificar sin lugar a dudas, los cientos de esqueletos?
Habría que imaginar todo lo relacionado con el burdo y demencial cuento de Valentín Campa: ¿Cuándo, a qué hora y a dónde fueron llevados los cientos de esqueletos para “secuestrarlos y hacerlos desaparecer”, luego de amenazar y SOBORNAR a familiares “de algunos de los muertos para que los enterraran en la forma más silenciosa posible”? Entonces no fueron secuestrados los esqueletos, habrían sido entregados a los deudos respectivos, sin que ninguno se atreviera a pedir justicia por el asesinato de su ser querido.
Sin embargo, cada lector tiene derecho a especular sobre las posibilidades de que el comunista Valentín Campa haya dicho la verdad. En resumen, nadie supo cuándo y a qué hora fueron sepultadas en la vocacional 7, centenares de personas, después del 2 de octubre en 1968. Nadie se percató en 1974 del hallazgo de los cientos de esqueletos respectivos. Ningún medio de información tomó fotografías ni se enteró del macabro hallazgo. Realmente, tal estupidez no la creerían ni los fanáticos antinazis en relación con el Holocausto.
Ahora, refirámonos a otra “perla” de La Noche de Tlatelolco, localizada como otras muchas por el general Raúl Mendiolea Cerecero, subjefe de la policía capitalina en 1968.
Diana Salmerón de Contreras inicia uno de los más dramáticos relatos, en la página 184: “Los gritos, los aullidos de dolor, los lloros, las plegarias y el continuo y ensordecedor ruido de las armas, hacían de la Plaza de las Tres Culturas un infierno de Dante”…
La señora se da cuenta de que su hermano Julio Salmerón fue tocado tres veces por otras tantas balas: tenía una herida en el estómago, otra en el cuello y otra en una pierna, estaba muriéndose.
Lo acompaña al hospital militar, a bordo de una ambulancia. Fallece el joven. Un enfermero pide a Diana Salmerón de Contreras que lo identifique y firme los papeles necesarios. Sus amigos de la Vocacional 1, cercana a Tlatelolco, recolectaron 500 pesos y se les dijo que no se necesitaba ese dinero, que era mejor usarlo para el movimiento. “No—dijeron—tu hermano es el movimiento. Toma los quinientos pesos”. Julio tenía 15 años, era la segunda vez que asistía a un mitin político y era el único hermano de Diana.
“Mi padre murió poco tiempo después de que muriera Julio. Como resultado del choque tuvo un ataque al corazón. Era su hijo único, el menor. Repetía muchas veces: “Pero ¿por qué mi hijo?”. Mi madre sigue viviendo, quién sabe cómo”, testimonió la señora Salmerón, página 193, La Noche de Tlatelolco.
Como es sabido, todas las víctimas del tiroteo entre guerrilleros, mercenarios, francotiradores estudiantiles, fueron concentradas en el Servicio Médico Forense del entonces Distrito Federal.
Paulatinamente fueron identificados todos: ningún líder entre los caídos. Extrañamente, no se encontró ninguna documentación “firmada para identificación” por la señora Diana Salmerón de Contreras. Y las autoridades del Hospital Central Militar jamás han jugado con documentos oficiales. Nunca se encontró en los archivos, según el general Raúl Mendiolea Cerecero, ninguna acta de ingreso, menos de egreso, de alguien llamado Julio Salmerón. En las listas oficiales del Registro Civil, tampoco hay acta de defunción a nombre de Julio Salmerón, como sí existió la de un joven…que no había muerto.
Nos explicamos: El jovencito fue detenido, Carlos Cristóbal Fortanel Hernández, y llevado a Santa Martha Acatitla. Sus parientes se desesperaron al no saber de su paradero y fueron al SEMEFO, donde “identificaron” un cadáver y se lo llevaron para velarlo. Así, el nombre de Carlos Cristóbal Fortanel Hernández apareció como difunto en un acta del Registro Civil y, cuando se devolvieron los restos del otro muchacho al SEMEFO, nadie tuvo la precaución de dar de baja como víctima a Carlos.
Sin embargo, puede creerse que la señora Diana Salmerón de Contreras no mintió al dar su testimonio, en el sentido de que su hermano fue acribillado a tiros en la Plaza de las Tres Culturas, el 2 de octubre de 1968.
¿Por qué no hay rastro alguno de su existencia?, ¿Por qué Elena Poniatowska no entrevistó a los compañeros de Julio Salmerón en la Vocacional 1?, sobre todo en la estela de basalto, que los líderes estudiantiles hicieron colocar frente a la iglesia de Santiago Tlatelolco, para perpetuar una lista de víctimas del tiroteo, no aparece el nombre de Julio Salmerón, quien sí era estudiante según su hermana. En cambio, como “compañeros”, en el monumento funerario aparecen los nombres de una anciana, de un socorrista de la Cruz Roja y otros que nada tienen que ver con el estudiantado agredido.
Por su parte, la multicitada antropóloga Margarita Nolasco Armas—quien llegó a ser “asesora” del Subcomandante Marcos—al parecer no tenía buena memoria: En el libro La Noche de Tlatelolco, página 221, relata que ella y una amiga pretenden salir de un departamento del edificio Chihuahua, las ayuda un militar el 2 de octubre y “entonces, la niña Cecilia, que fue la que creo nos salvó, me dice: “Margarita, ¿dónde están los muertos? No quiero ver a los muertos—y siguió con una voz muy dulce—No quiero ver a los muertos, cuando pasemos cerca de los muertos, ¿me tapas la cara, Margarita?”.
“No sé como se me ocurrió decirle: Si no eran balas, hijita, eran cohetes. Tú has oído los cohetes, ¿no?”—y el coronel nos atravesó la explanada para dejarnos sobre Nonoalco”.
Mucho tiempo después, cuando el niño Carlitos, ahora conocido médico, Carlos Melesio Nolasco, decide contar su versión en Internet (favor de checarla), aparece otra crónica relacionada con su madre, Margarita Nolasco Armas.
Sólo que ahora ya no es la niña Cecilia la que le pide algo relacionado con evitarle ver muertos, sino que es SU HIJO PEQUEÑO, a quien ella entretiene para no ver a los difuntos, “a quienes envolvían en cobijas y arrojaban a transportes militares”. Como es fácil comprender, se mintió a placer en La Noche de Tlatelolco, se ocultaron datos importantes, se distorsionaron otros y se exageró todo para engañar a los lectores incautos.
Un disparo de bazuca destruyó una puerta enorme, pesada y centenaria en el inicio del movimiento estudiantil.
Pero en La Noche de Tlatelolco se hace disparar al Ejército con bazucas, cañones de tanquetas, cañones con proyectiles especiales que cimbraban el edificio Chihuahua hasta sus cimientos, bombas que destruían muros para dejar actuar a la artillería ligera, y sin embargo, jamás se encontraron las huellas de esos brutales impactos “que destruían muros y estremecían el inmueble hasta los sótanos”.
También se juró que a Oriana Fallaci, famosa pero embustera periodista italiana, “muchas indígenas ensangrentadas, con sus niños en brazos, le pidieron que dijera al mundo la verdad”.
Algunas esquirlas alcanzaron a lesionar levemente a la Fallaci, pero publicó un reportaje donde aseguraba que “la habían ametrallado desde helicópteros artillados de las fuerzas armadas y que no podían engañarla porque conocía las detonaciones especiales de esas poderosas armas”. Medios internacionales informaron que “las balas habían alcanzado a la Fallaci, muy cerca de la columna vertebral y que difícilmente se repondría”.
De ese tamaño fueron algunas mentiras publicadas en México hace casi cincuenta años, (La Noche de Tlatelolco salió a la venta en febrero de 1971), y en el año 2008, en la contraportada del libro “México Acribillado”, se publicó que la versión oficial dice que, siendo presidente electo, Álvaro Obregón fue asesinado a tiros por José de León Toral, pero la autopsia encontró en el cadáver 13 orificios de entrada y 6 de salida de balas de DISTINTOS CALIBRES y concluyó que o el tirador usó seis pistolas o hubo seis tiradores (¿?).
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