EL CASTILLO DE LA PUREZA
*El 29 de julio de 1959, 72 horas después de la llegada de Rafael Pérez Hernández a Lecumberri, el obrero Manuel Martínez Gómez se ahorcó en su celda; El suicidio jamás fue olvidado por el químico
Corresponsalías Nacionales/Grupo Sol Corporativo
Ciudad de México.— Sin darse cuenta de su profunda confusión mental, un químico encerró a su familia durante 18 años y, brutalmente satanizado por los medios de información, fue enviado a prisión en lugar de someterlo a tratamiento psiquiátrico.
Su drama fue exagerado por el escritor José Emilio Pacheco y el director Arturo Ripstein, quienes “fueron a las fuentes originales de la noticia y se inspiraron para elaborar el guion de la película El Castillo de la Pureza”.
Eso significa que los mediocres y abultados reportajes de la época (1959, cuando triunfó la Revolución Cubana) fueron el pretexto para distorsionar la historia dramática de una familia extraña, pero respetable.
Trece años soportó Rafael Pérez Hernández su injusto cautiverio, y una tarde, como le faltaba un brazo, pidió a un compañero de reclusión que le ayudara a fijar un lazo con nudo corredizo “para elevar una caja que contenía café”.
En un descuido del otro reo, Rafael se colocó el nudo corredizo en el cuello y se dejó caer desde lo alto de una reja.
El deceso fue instantáneo, según expresó un médico legista de la Primera Delegación, a donde fue llevado inicialmente el cuerpo del desdichado padre de familia, quien varios meses antes había solicitado que su esposa e hijos ya no lo visitaran en Lecumberri, pues tal circunstancia sólo servía para que la gente se burlara de ellos.
El público no lamentó demasiado la desaparición del químico enfermo, pues principalmente los periódicos lo habían estigmatizado como “el loco de la química”, “el maniático del norte de la ciudad”, “el asesino de sus hijos”, “el secuestrador”, el “plagiario”, “el ogro”, etcétera.
Su tragedia estaba considerada como “lo más sensacional en los anales del crimen en México”.
LA CASA DEL QUÍMICO
David García Salinas, el cronista de las prisiones de México informó que el dormitorio “L”, en Lecumberri, estaba ubicado más a la entrada de la puerta principal de la penitenciaría y se llegaba tras pasar un largo y bonito patio por el que a menudo iban y venían celadores.
La “L” era una crujía menos tremebunda que las demás, poseía un patio anterior con hermosas plantas verdes, como la esperanza de sus moradores. Ahí residían los procesados por defraudación y falsificación de documentos, muy pocos por otros delitos y uno que otro recomendado.
Por causas especiales, en la crujía “L” estuvo recluido Rafael Pérez Hernández, ex estudiante de Química, “el que mantuvo encerrada a su familia durante más de 18 años —según la leyenda— en una casa de la avenida Insurgentes Norte y Godard, precisamente al norte de la ciudad de México, relativamente cerca de las estatuas denominadas “Los Indios Verdes”.
Se decía un hombre liberal y se le consideraba demente aun cuando no era agresivo hacia sus compañeros de infortunio. Un domingo fue visitado por un periodista de La Prensa, quien lo interrogó: “¿Por qué encerró a su familia tanto tiempo?”…
El interpelado, hombre de rostro ligeramente blanco, nívea cabellera, estatura regular y mirada extraviada, contestó solemne, según indicó David García Salinas: Mire, señor periodista, el mundo está muy contaminado y en todos los círculos sociales hay relajamiento de las costumbres.
En el cine, usted lo sabe bien, la mayoría de las artistas no son otra cosa que prostitutas bien pagadas, se acuestan con cualquiera, traicionan a sus esposos y se rebelan contra los principios que sus padres les infundieron; se divorcian fácilmente, se embriagan.
Se desnudan como rameras para que les paguen un poco de dinero, dan mal ejemplo a sus hijos y a los hijos de la comunidad y son la vergüenza de sus padres y de la sociedad.
El interno hizo una pausa, pidió ya no ser fotografiado y continuó su explicación: Los políticos, en general, y usted como periodista lo sabe mejor que yo, anhelan poder y dinero y esto lo consigue a base de lambisconerías, asesinatos, extorsiones y pocos son los que desean un puesto público por servir a sus semejantes y a la nación.
Y aún en la misma Iglesia hay clérigos comodones y verdaderos y parásitos que por la vida regalada que llevan, sin cumplir con su ministerio y sin lanzarse a defender a los pobres y condenar abiertamente las malas costumbres, son escándalo y mancha de la religión.
El reportero le arguyó: Pero también hay personas buenas que no son ni políticos convenencieros ni meretrices con la placa de artistas, ni policías corruptos, ni sacerdotes parásitos, ¿no es cierto?
-Sí señor, pero dígame dónde están porque yo no conozco a uno solo, y de cualquier forma estoy seguro de que, en el fondo, mi esposa y mis hijos me sabrán agradecer lo que hice por ellos-.
LA HISTORIA DEL “ENCIERRO”
Rafael Pérez Hernández —añadió David García Salinas en su libro “La Mansión del Delito”— que purgaba una sentencia de 25 años por haber privado de la libertad durante tanto tiempo a su familia, que pudo ser rescatada por la policía de su cautiverio, gracias a que un uniformado recogió un papelito arrojado a la calle por la hija mayor del químico.
Nunca se dio a conocer el texto del supuesto mensaje, pero se creyó firmemente que la joven Indómita suplicaba la intervención de la policía para lograr la liberación de ella, su madre y sus hermanos.
El “papelito” dizque redactado por Indómita, que se sepa, jamás fue adjuntado como prueba contra su padre, pero (según el mito) desde un principio fue creído por la hija del Presidente Adolfo López Mateos, Avecita, quién habría recomendado que se aplicara “todo el peso de la ley” contra el desventurado enfermo Rafael Pérez Hernández.
Sin embargo, al igual que el “papelito”, tampoco fueron tomadas en cuenta las declaraciones a favor del cautivo, cuyas protestas fueron acalladas en medio del escándalo mediático provocado por el “descubrimiento de la noticia más sensacional en los anales del crimen en México”.
Cada reportero policial de la época “echó su gatito a retozar” en cuestión informativa y lo menos que se inventaba era que “los hijos de Rafael Pérez Hernández, según se decía, sostenían encuentros incestuosos ante el encierro a que eran sometidos”.
LA HISTORIA INICIÓ EN JALISCO
Esa infamia fue exagerada por el escritor José Emilio Pacheco y el productor Arturo Ripstein, a quienes, junto con Rodolfo Echeverría Álvarez, la familia Pérez les tenía especial rencor por los embustes en que basaron la película El Castillo de la Pureza, que en 1973 fue premiada con un Ariel de oro.
Lo que se considera la verdad en esta lamentable y dramática historia fue narrada por una dama, pariente de la familia Noé, entrevistada en su domicilio de la colonia Portales, en la calle Bélgica, salvo error u omisión.
Dijo la señora que todo comenzó en Jalisco, donde nació Rafael Pérez Hernández, quien a temprana edad fue llevado a Chihuahua, donde le encantaba asistir a la escuela primaria.
Un día, el muchachito jugaba en una calle del Estado de Aguascalientes—a donde fueron de visita los Pérez— y decidió viajar “de mosca” en un convoy ferroviario, pero la velocidad lo hizo perder el equilibrio y una rueda le separó el brazo izquierdo.
El valeroso niño no perdió el sentido, se fue caminando a su casa y le pidió a su madre que no se asustara, “por favor”… Inmediatamente después la señora se desmayó por la impresión, al comprobar que su hijo no derramaba lágrimas.
El pequeño fue inmediatamente operado en Aguascalientes por el conocido médico Pedro de Alba, quien años después fue un gran diplomático al servicio de México.
El tiempo pasó con rapidez para Rafael Pérez Hernández, quien se enamoró de una hermosa chihuahuense y contrajeron matrimonio y procrearon varios hijos, entre ellos América Pérez.
No se supo bien el motivo del divorcio, pero América jamás olvidó a su padre y lo quería tanto, que llegó a visitarlo en México, sin importarle a la muchacha que su progenitor tuviese otra familia.
Rafael relató a su hija que luego de la separación respectiva, viajó a la Ciudad de México, y un día, en una librería céntrica, cerca del Zócalo, vio a quien sería su segunda esposa, Sonia María Rosa Noé.
La señorita hojeaba un libro y Rafael no tuvo más remedio que admirarla: descendiente de vascos, rubia, ojos azules y rostro hermoso, parecía inconforme con su destino.
Efectivamente, la señorita deseaba alejarse de su hogar, no estaba a gusto en la Colonia Portales, donde en aquellos tiempos, una de las primeras bandas delictivas, Los Nazis, destacaba por su violencia.
LA UNIÓN DE LA PAREJA PÉREZ
Al intercambiar datos sobre algunos libros, Sonia María Rosa Noé y Rafael Pérez Hernández simpatizaron a tal grado que el químico le propuso vivir juntos, a pesar de la oposición de doña Rosa Uzueta viuda de Noé, madre de la hermosa señorita.
Minusválido y divorciado, Rafael parecía no ser el hombre apropiado para la bella Sonia, quien pasaba por “alemana” en la Colonia Portales y habría ganado con facilidad el título de Miss México.
Todo mundo creía la mentira de Sonia, en el sentido de que su padre fue alemán y no de la familia Noé de Tabasco.
Un buen día Sonia y Rafael decidieron irse a vivir en la Casa de los Macetones, como era conocida una finca en la calle Godard e Insurgentes Norte, Colonia Guadalupe Victoria, al norte de la Ciudad de México.
Ahí fue establecida una fábrica de raticida, sustancia que era adquirida por clientes de provincia, y que quincenalmente, Rafael Pérez Hernández enviaba por ferrocarril. Casi todas las quincenas lo acompañaron sus hijos, lo que no fue tomado en cuenta por el Ministerio Público, cuando fue acusado de “privación ilegal de la libertad”.
Cuando salía solo para llevar mercancía a la estación de Buenavista, Rafael recomendaba a su familia (Sonia María Rosa Noé Uzueta y sus hijos, Indómita, Evolución, Bienvivir, Triunfador, Soberano y Libre) cuidarse mucho de la maldad externa.
En especial, le preocupaba Indómita la mayor, quien era hermosa como su madre y era asediada por muchachos de la Colonia Guadalupe Victoria, cercana a la residencial Colonia Industrial.
¿Asediada por los jóvenes? ¿No que estuvieron secuestrados los Pérez durante 18 años? El asedio… ¿era a través de las rendijas de alguna puerta o Indómita salía de casa?
Y si algunos de sus hijos lo acompañaban a la estación de Buenavista, cuyas bodegas estaban en la Avenida Insurgentes Norte, cerca del puente de Nonoalco, ¿se justificaba la acusación de haber mantenido cautiva a su familia? Claro que no.
INCONGRUENCIAS FAMILIARES
En realidad, el ahora extinto —Rafael Pérez— no era un ogro ni torturaba a sus parientes, quienes no abandonaron la Casa de los Macetones porque no se atrevieron o no deseaban irse, ya que todos salían cuando se ausentaba el químico.
De hecho, algunas veces retornaba antes de lo calculado por Sonia y el químico sorprendía a Indómita en medio de alguna plática coqueta con algunos de sus amigos.
La joven corría hacia su domicilio, y sí era reprendida por su padre, pero jamás golpeada como afirmaban los diaristas de la época.
En la Casa de los Macetones existían fotografías de los niños, junto a la jaula de una tigresa en Chapultepec, se llamaba “Princesa” y se le buscaba porque había adoptado a un perro como cachorrito.
Esas fotografías evidenciaban que no existió un encierro continuo, pero quizá por la recomendación de Avecita López, hija de Adolfo López Mateos, Rafael fue acusado de “privación ilegal de la libertad, amenazas, injurias, lesiones, portación de arma de fuego sin licencia y portación de arma prohibida”.
Cabe mencionar que la Casa de los Macetones ya no existe, se ubicaba en el área que ocupa actualmente la Estación del Metro La Raza.
Para tener éxito comercial, los periódicos informaban sin comprobar que “cuando había luna llena, el químico sacaba una pistola y discutía con personas inexistentes, además de que levantaba a golpes a su familia, para que saludara a la Luna”.
Como en la zona había muchos malvivientes y no podía enfrentarlos con facilidad, a causa de su minusvalidez, Rafael Pérez Hernández instaló espejos en los pasillos y abrió mirillas en una puerta, lo que bastó para afirmar que “el secuestrador espiaba a todas horas, para evitar que sus familiares huyeran”.
Un automóvil abandonado y un gallinero originaron más ideas y se aseguró que en el vehículo “hacían el amor los hijos mayores” y que los huevos que depositaban con regularidad algunas gallinas “eran disfrutados sólo por Rafael, cuya esposa e hijos sólo podían mirar cuando él comía”.
Ante el cúmulo de embustes se abatió nueva andanada de críticas y la televisión convirtió en “Reina por un día” a la atractiva Sonia María Rosa Noé Uzueta, quien se quitaba ocho años de edad, decía haber cumplido entonces recientemente 34 años de existencia, cuando en realidad tenía 42 cuando ella y sus descendientes fueron “liberados”.
La distinción televisiva funcionó a la perfección y Sonia recibió decenas de regalos valiosos, mientras su esposo enfrentaba un proceso penal en la cárcel de Lecumberri.
En vano declararon a su favor varios vecinos, como la señora Luz María Márquez de Juárez, encargada de la tienda 145 de la CEIMSA (Avenida 110, número 108, Colonia Defensores de la República), quien negó rotundamente que Indómita, Libre, Soberano, Triunfador y Bienvivir hubieran estado secuestrados tantos años—Evolución era recién nacida—“si cada quincena acompañaban a su padre a mi negocio, nunca los vimos tristes o amenazados de muerte, al contrario, como don Rafael tiene un solo brazo, los muchachos le ayudaban con el mandado: 30 huevos, sopas de pasta, plátanos, en el mercado de la Colonia compraban, por ejemplo, 15 kilogramos de pescado”.
Francisco Rangel, dueño de una tienda de abarrotes, dijo en la Decimotercera Delegación, que por lo menos 120 pesos gastaba en víveres don Rafael, “trataba a sus hijos en forma normal, cariñosa, ellos respondían igual cada que los veíamos en el negocio”.
El propio detenido clamaba que su suegra, doña Rosa Uzueta viuda de Noé, “visitaba con frecuencia nuestro hogar y hubiera protestado airadamente si mi esposa y mis hijos le hubiesen comentado algún día que yo los torturaba o encerraba injustamente”.
Los propietarios de otra tienda, donde los niños compraban dulces, hilo, agujas, pan, declararon que era falso lo del encierro total, pues todo mundo sabía entonces que los pequeños se veían un poco raros, en la calle, porque Sonia les cortaba el cabello y les dejaba lo que vulgarmente se llama “mordidas de burro”.
Eso sí, los pequeños no sabían qué contestar cuando alguien les preguntaba la razón de sus extraños nombres: “Evolución, Libre, Soberano, Triunfador, Bienvivir e Indómita”.
Añadía sin éxito el cautivo Rafael Pérez Hernández que “no debería estar acusado de secuestro, porque cada semana o quincena tenían que entregar mercancía en terminales de autobuses o el ferrocarril, y que era obvio que sólo podía valerse del brazo derecho, necesariamente sus niños tenían que ayudarle con las cajas de raticida”.
Si hubieran estado tan inconformes como se decía, en cualquier momento hubieran podido correr y acusarlo, ¿qué necesidad había de pedir auxilio por escrito y a escondidas?, preguntaba.
Aseguraba ser librepensador, no era católico, le desagradaba la maldad del mundo y quería proteger a su familia, “mis hijos no son vagos, mi esposa y yo nos encargamos de enseñarles a leer y escribir,” decía.
SE AHORCÓ EN SU CELDA
El 29 de julio de 1959, 72 horas después de la llegada de Rafael Pérez Hernández a Lecumberri, el obrero Manuel Martínez Gómez se ahorcó en su celda. En un conflicto por celos, Manuel había matado de cuatro balazos a su esposa, Rosa Hernández Cortés.
El suicidio jamás fue olvidado por el químico. Y el defensor y abogado penalista, Rigoberto López Valdivia, comentó en su oportunidad que la Procuraduría de Justicia del entonces Distrito Federal, obró a la ligera al consignar a Rafael ante un juez penal, “ya que si bien es cierto que por ahora tanto la señora como los hijos de Rafael Pérez Hernández, se muestran decididos a que se castigue a tal persona, al correr de los meses ellos mismos reconocerán su error y se manifestarán arrepentidos”.
El defensor expresó que la Procuraduría se excedió en la represión de los abusos que en el ejercicio de la patria potestad haya incurrido o podido incurrir el señor Pérez, en virtud de que el Derecho Civil, desde tiempo inmemorial, había establecido o creado medios de corrección de tales abusos, que no constituyen una novedad.
Por ejemplo, mediante el depósito de la esposa e hijos en un hogar honorable, la suspensión de los derechos de la patria potestad y la privación definitiva de éstos, imponiéndole al padre, mientras tanto, la obligación de suministrar alimentos, el divorcio de la esposa como cónyuge inocente.
Con todas sus consecuencias legales, pero sin que sea necesario “recurrir al extremo doloroso, destructor de la familia y desquiciante de la autoridad paterna y marital, de que la mujer y los hijos acusen penalmente al padre y de que a éste se le decrete la formal prisión por los delitos de injurias, amenazas, portación de arma prohibida y secuestro, que llevan consigo una penalidad promedio de 25 años de prisión, lo cual constituye una verdadera catástrofe.
No sólo para el preso, sino para la unidad familiar en sí, pues pasados unos meses, quizá los hijos se arrepentirán de haber procedido en forma tan violenta en contra de su progenitor y sin que ése remordimiento impida ya el destrozo que ha sufrido la unidad familiar”.
Ninguna declaración a favor le interesó al juez 20 penal, J. Jesús Efrén Araujo, quien sentenció a 25 años de prisión al industrial en pequeño, Rafael Pérez Hernández, nacido en 1905 en Jalisco y llevado a Chihuahua desde muy pequeño, por lo que se consideraba chihuahuense.
El cautivo se ganaba la vida vendiendo café caliente y tenía proyectado reunir dinero y establecerse con su familia en Argentina.
Sonia y sus hijos le pidieron perdón una tarde, ella había rechazado a multimillonarios que deseaban casarse, los muchachos lloraban por el injusto cautiverio de su padre.
A los 67 años de edad, 13 de noviembre de 1972, el vendedor de café caliente se ahorcó, exactamente como el celoso obrero que mató de cuatro balazos a su mujer en 1959, año en que según la leyenda la niña Indómita arrojó un papelito a la calle para denunciar el presunto secuestro colectivo.
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